Cuando muere un artista

Cuando muere un artista

El trasiego del día a día nos agota, nos embota, nos deja exhaustos, nos animaliza desde el momento en que la falta de tiempo nos impide mirar al cielo en vez de permanecer con la mirada clavada en la tierra como la bestia que hoza para buscar comida. Pero cuando muere un artista… ¡ay, cuando muere un artista! Cuando muere un artista se baja el telón y se apagan los focos, se acabó la fiesta. Caminábamos rápido por la vida y el estupor del paso del tiempo nos da un tirón del brazo que nos hace detenernos y mirarnos en el espejo, o más bien en un díptico: en un lado, la imagen del artista que conservamos en nuestra memoria; en el otro, la última imagen tomada del artista, ya desmejorado, ya decrépito. (Calculamos). El mismo tiempo que ha pasado por él, ha pasado por cada uno de nosotros.

Cierto es que cuando muere un personaje célebre –un político, pongamos– siempre hay un pequeño momento de retrospección, pero cuando muere un actor o un cantante la cosa es distinta. No ha sido el político que hemos tenido que soportar y cuyos panegíricos suelen estar inevitablemente empañados por polémicas y discrepancias, sino que el artista ha puesto banda sonora a nuestra vida, el actor o la actriz han puesto frases memorables en circulación, formas de humor, modelos de belleza, iconos eróticos, temas de conversación, cánones morales, referencias que han moldeado nuestro pensamiento y nuestro tiempo. Y recalco nuestro, porque por ello la muerte del artista da carpetazo a una etapa a la cual pertenecemos, necrosa misteriosamente algunos recuerdos, por eso es tan dolorosa; el cancionista se coló tantas veces en nuestra intimidad, ha puesto sonido y versos a nuestro sentir que, en un desliz, uno podría llamarlo amigo. Ahora sus canciones se escuchan en sepia. Cuando rescato alguna canción que hace años que no escucho siento cómo, efectivamente, las canciones dejan esculpida en piedra nuestra manera íntima de estar en un momento concreto de nuestra existencia. Puedo recordar la luz de mi casa mientras mi madre limpiaba escuchando la radio (Mirrors, de Sally Oldfield), o a mi abuela tocando el piano en una reunión familiar (La cumparsita o El negro zumbón), o puedo verme a mí mismo aprendiendo a tocar la guitarra en el patio del colegio (El lado oscuro); todo ello según qué canción elija escuchar.

Descubrimos que la bellísima actriz, el apuesto actor que quedaron congelados en nuestra memoria tras aquella célebre película o serie, recientemente estaban irreconocibles; a veces es el paso del tiempo, a veces es el paso de las drogas. Algunos pagan ese caro peaje a cambio de hacer felices por un momento a millones de personas; una presión y una fama que obliga a no parar la máquina mientras sus engranajes se puedan rentabilizar. Los más fuertes siguen teniendo proyectos y se dejan ver en los photocalls; otros, en cambio, «desaparecen de la vida pública», que es la forma bonita de llamar a la rehabilitación. Descubrimos que la vida del actor que nos hacía reír distaba mucho de la de sus guiones, y nos resignamos: a pesar de la crudeza de la vida de este actor atormentado, necesitamos su arte para soñar, para edificarnos, para llegar y descansar. Muchos artistas necesitan el arte para sobrevivir, y muchas más personas necesitan ese arte para vivir; éste es el dramático intercambio. Otras celebridades, yonquis del ácido hialurónico, recurren a auténticas monstruosidades fallidas, y así vemos momias vivientes, labios recauchutados, o rostros hieráticos y acartonados de quienes no aceptan la venerabilidad de la piel colgante.

Como es bien sabido por todos, la muerte revaloriza las creaciones de sus artistas. Uno puede abjurar del artista en vida, rebelde sin causa, anticontemporáneo; puede renegar de sus simples y machaconas canciones, de sus malas películas. Pero cuando el artista muere, criticarlo es como escupir hacia arriba, criticarlo es expulsarse a uno mismo, es invitar a las nuevas generaciones a que nos desguacen junto al cementerio de las canciones pasadas de moda, mientras música nueva que nos extraña y hasta nos repugna clava su estandarte en lo más alto del fulgor de la vida de quienes la consumen por vez primera.

Uno puede indignarse ante unas declaraciones polémicas, unas palabras desafortunadas, una escena obscena, un videoclip provocador, una letra trasgresora… Pero cuando su autor ha fallecido, la polémica que antes nos amenazaba ahora nos resulta inofensiva, tierna, colocada ya tras los cristales de las vitrinas de la historia. Lo que antes fue militancia ahora es vestigio; lo que fue epatante, ahora es risible. Con la muerte, el urinario de Duchamp nos puede arrancar un bostezo. Con la muerte, The Clash puede volverse mainstream, y hasta los Monty Python pueden convertirse en la referencia cultural favorita de la derecha. La muerte del artista quizá sea su última palabra, pero también es el primer segundo de libertad de unas obras que echarán a volar por la historia y por nuestras vidas con destinos inhóspitos.

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