18 Sep Derecho a envenenarse
«Con la invención de la radio, ya ni el analfabetismo protege al pueblo contra la invasión de los ideales burgueses.»
—Nicolás Gómez Dávila.
Un alumno me contaba el otro día ufano cómo logró que su hermano, que abjuraba de las series, concursos y programas estúpidos, terminara enganchándose a la última excrecencia de moda de una conocida plataforma de entretenimiento. Sentí un poco de pena por el caído, pero realmente no hay de qué extrañarse: son contenidos hechos con esmero para eso, para enganchar; lo importante es que logren despertar los resortes psicológicos que nos insten a consumir vorazmente su estiércol. Y uno, por bien educado que pueda tener el gusto, nunca está libre de caer o recaer en el consumo de esos programas; hasta el ojo acostumbrado al destello de la luz se acomoda al sumirse en las tinieblas. Y, cuando eso pasa, el rechazo que antes se sentía por la telebasura se convierte en suscripción, condescendencia, simpatía hacia ella, y para cuando nos queremos dar cuenta, el olor putrefacto termina por pasar desapercibido, como cuando se está más de cinco minutos en los baños de una estación de autobuses.
Es cierto que consumir cierta cultura no es fácil, y a veces es una fruición sufrida, ya en la deglución, ya en la impuesta soledad que se experimenta en el disfrute exigente. Esto se da en todos los órdenes de la vida. Para la actividad se necesita el reposo; para el gasto, el ahorro; para la solemnidad, lo frívolo, y entre los extremos bailamos, a veces como un funambulista, a veces como una abeja que salta de una flor a otra. Tan necesarios son para nosotros los productos culturales sofisticados como los rudimentarios, y ambos tienen una necesidad recíproca. Pero todo artefacto cultural que exija algo de nosotros nos presentará esa dificultad que nos hará crecer, como nos hace crecer una lectura difícil o una obra bien elaborada. Si no estamos dispuestos a aceptar esa dificultad quedaremos atrapados en la comodidad que nos brindan las producciones diseñadas para el binge-watching. Nuestros ratos de ocio no tendrán hueco para un encuentro con la cultura elevada (esto es, la cultura que nos exige, que nos saca de nosotros, que nos perfecciona), pero sí para el entretenimiento modorro (que no entretenimiento a secas). Y, en mi opinión, lo peor que pueden hacer quienes viven en el mundillo cultural es justificar estos contenidos dándoles una pátina intelectual, sugiriendo al consumidor que está muy bien lo que consume, que no necesita buscar más allá.
Normalmente observo en los consumidores de contenido televisivo, ya sean debates políticos o tertulias del corazón, serias dificultades para mantener un debate o desarrollar un razonamiento. Acostumbrados a la bajeza, la zafiedad y la atrevida ignorancia de ese endogámico corpus de percebes del mundo-de-la-tele, acaban discurriendo erróneamente y asimilando los pobres recursos de que disponen quienes aparecen en pantalla vomitando opiniones infundadas indiscriminadamente como si de vertidos biológicos se trataran.
Entre los comportamientos de estas víctimas del entretenimiento podría incluir: interrupciones, saltos de un tema a otro para rebatir un ataque en vez de ceñirse al asunto que se discute, destemplanza, victimismo, gusto por la agresividad y la calumnia, licencia para el cinismo, entre otros. Pero lejos de ser personas que usan torticeramente estos recursos, los usan porque es lo mismo que emplean sus todólogos de confianza. Todólogos que rompen récords de faltas de ortografía y gramaticales cuando escriben un post en sus redes sociales sin un editor que se lo revise. Los consumidores de telebasura emplean ideologemas que delatan de qué parroquia procede cada uno: “patriota de pulserita y dinero en Suiza”, “la paguita”, “luego bien que van a misa”, “señoro”. Así, más que indagar en las diversas ideas, manejan torpemente cuatro pobres reducciones conceptuales con las cuales toda especulación política es tan tosca como cortar jamón con una cuchara. Este mal discurrir en discusiones de política, claro, se manifiesta también en las relaciones que se dan entre individuos y en las decisiones que cada uno toma en su vida, pues todo se funda en los mismos vicios o virtudes. ¿Es posible tomar decisiones acertadas sin la ayuda del azar si no se nos enseña a discurrir?
Hoy, que de izquierda a derecha, de niños a viejos y de ricos a pobres todos abrazan el voluntarismo, parece una intromisión sacrílega invitar a un amigo a dejar de abrevar en esos manantiales de pudrición. Ya sabe: «uno es mayorcito para elegir», «si es lo que le gusta, qué más da», «quién eres tú para decir». Porque, como todos sabemos, a partir de la mayoría de edad —rito de paso de trascendencia ontológica ratificado en el DNI, por lo visto— debemos desentendernos de la suerte del prójimo, y si quiere beber cicuta debemos darle nuestra bendición, cuidándonos de no profanar su inmaculada Voluntad.
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