El hombre que fue salvado por la Belleza

Hervas

El hombre que fue salvado por la Belleza

Os quiero contar la historia del hombre que fue salvado por la Belleza:

El pasado fin de semana nos disponíamos mi mujer y yo a iniciar una ruta de senderismo en un pueblo de Cáceres, Hervás, cuando nos abordó un hombre de setenta y dos años al verme hacer fotos de la panorámica que se veía desde el puente por donde antiguamente pasaba el tren. ¿El motivo? Rechoncho, con perilla, boina y acento oriundo, aquel hombre era pintor, y supongo que le desperté simpatía al ver cómo me maravillaba con las vistas que él tantas veces había plasmado en sus lienzos.

Nos invitó a seguirle en su paseo matutino para enseñarnos uno de los senderos que le gustaba recorrer. Fue en este rato cuando nos contó quién era, su historia: Antonio, de familia humilde –nacido allí en 1970, una hermana, tres hermanos, y padre canastero–, abandonó el colegio con trece años por su ineptitud, sumada a la de sus maestros. De adolescente le quitaba las acuarelas y los lápices a su hermano para aprender a pintar, pero no fue hasta los veintidós años cuando cogió los cuadernos de Bruño para aprender a leer y escribir, para poder firmar con otra cosa que no fuera su huella dactilar. Podría decirse de Antonio que de niño fue hombre, y que de hombre fue niño. Su arrojo le llevó a viajar a París a buscarse la vida durante unos meses, y posteriormente a publicar uno, dos, tres… hasta doce poemarios.

Cuando creímos que nuestros caminos se separarían al terminar el paseo, para nuestra sorpresa nos invitó a su casa, y accedimos complacientes, no sin cierta extrañeza. Extrañeza, como diría Enrique Gª-Máiquez, fruto de la desconfianza de nuestra época; extrañeza que, de broma o no tanto, sazona la simpatía desinteresada de los desconocidos con sórdidas teorías psicológicas y suspicacias sexuales. Su casa era como él, sorprendente y peculiar, como las vidas que resultan de quienes desafían a su propio destino. Tenía habitaciones con todas las paredes engalanadas por enormes estanterías repletas de libros, archivos, novelas, filosofía, poesía, ediciones del siglo XVI, incluso. La luz de su estudio era preciosa y reconfortante. Tenía encuadernados sus diplomas y recortes de prensa, muy numerosos, de periódicos locales y provinciales sobre todo, donde se reseñaban sus intervenciones culturales. Si bien había muchas estanterías, no había menos cuadros suyos, ¡incluso esculturas! Acumulaba bastidores a cuya vuelta aparecían pinturas de lo más variadas, inquietantes y hermosas.

Aquel hombre, ¡qué duda cabe!, había sido rescatado por la Belleza. Fue la Belleza la que le conminó a aprender a leer para escribir poemas. Fue su bello pueblo el que le puso un pincel en la mano, y fue su alma removida por la Belleza la que le ordenó descarrilar del porvenir al que le habría abocado su temprano abandono de la escuela y su origen humilde. Como también fue la Belleza la que cruzó nuestros caminos en aquel puente.

¡Qué distintos éramos ese hombre y yo! Yo regando la red con contenido digital y sin rastro en la prensa escrita, y él coleccionando recortes de prensa que ninguna búsqueda digital podría avalar. Ambos tan deseosos de trascender, ambos tan pequeñitos. ¡Qué distintos! Él mostrando con orgullo sus pinturas, poemas y esculturas y yo miedoso de ofrecer al mundo cosas que no tengan el respaldo de una titulación académica que me otorgue el derecho a sentirme seguro, a ser alguien. ¡Qué distintos! El llevaba su caballete junto a las vías para pintar, arrimándose a la valla cuando pasaba el tren. A mí, hoy me habría multado la policía local por eso mismo. ¡Qué distintos éramos ese hombre y yo! Si algo me dolió de aquella experiencia fueron las prisas que empecé a sentir en el último tramo de nuestra conversación, ansioso de poder iniciar la ruta de senderismo que teníamos planeada. Un hombre sin prisa nos abría las puertas de su casa, y un joven de ciudad terminó sintiendo la impaciencia de iniciar su ruta con premura, incapacitándose para paladear aquel regalo de la vida. Dos generaciones absolutamente diferentes. Antes de irnos, obsequioso, nos regaló tres poemarios suyos. Esta semana, le correspondí de la misma manera.

En un juicio probablemente inmisericorde, hay quien podría decir que algunas de sus pinturas y poemas no alcanzarían el valor artístico de los de un graduado en Bellas Artes o Filología. Pero ni qué decir tiene que, con la misma probabilidad, tienen más valor espiritual y moral que éstos. Porque cada verso de sus poemas es testimonio de una tenacidad que jamás conoceremos quienes crecimos con todo dado por hecho. Cada año de su vida que pasó sin saber leer es un año de gratitud que le debemos a nuestros maestros. Cada soneto es una lección a los artistillas que presumen de repudiar la técnica porque se bastan «con sus sentimientos». Cada trazo de sus pinturas prueba que, donde muchos vieron meras calles, montañas y árboles, él encontró la Belleza que le impulsó a escribir su vida. Cada recorte de prensa que guarda con mimo en su casa demuestra, en fin, que el hombre tiene vocación de eternidad.

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