23 Abr ‘Feliz lunes’ y las preocupaciones contemporáneas
Cuando el paso del tiempo nos permita trazar una perspectiva más clara de la producción cultural de estas décadas, me atrevería a decir que, entre los temas más recurrentes, estarán en un puesto muy alto la digitalización y la incertidumbre a la que se enfrentan las generaciones más jóvenes. Y de eso trata Feliz lunes, el musical bajo la dirección y el libreto de Romeo Urbano, la música de José Luis Buzón y las letras de Manuel Pico.
A aquellos cuyo oficio se desenvuelve en el mundo del arte les resultará familiar el día a día sometido a la tiranía algorítmica. La industria del arte se desenvuelve en esa hipertrofiada farsa de un espejismo lleno de lujo, sofisticación, fama y belleza, tras el cual se esconde muchas veces la precariedad, no sólo laboral, sino espiritual, la esclavitud de la opinión ajena y el mercadeo del cuerpo, que va más allá de las aplicaciones de encuentros sexuales fortuitos que usan nuestros protagonistas.
Sara encarna esa lucha entre la avidez intelectual de quien escribía poemas y devoraba libros que compartía en las redes con la esperanza de que le importaran a alguien y quien está dispuesta a subir contenido basura diario a las redes sociales, hacer incómodos desnudos o seguir dietas nauseabundas para su cuerpo de porcelana a cambio de abrir la puerta al mundo de la fama, una puerta que, sospecha, le conducirá a una habitación vacía.
La obra hace una crítica, en mi opinión tímida, al libertinaje deshumanizante al que muchas veces conducen las apps de citas. El público que asistió a la obra se reía porque se veía reflejado en los mensajes de ghosting, en los pensamientos y anécdotas que los personajes vivían, pero incluso el amigo de Sara, Gonzalo (Íñigo Santacana), acérrimo partidario de estos encuentros, antes de marcharse a su enésima cita, le confiesa medio en broma que tal vez después de esa cita pueda borrar la aplicación de una vez por todas. La sombra del deseo de certidumbre, de la nostalgia y de un amor sincero sobrevuela las vidas de unos protagonistas que, como tantos jóvenes, se ven arrastrados por su tiempo, como hijos suyos que son.
Hemos visto Black Mirror, hemos leído Feria, hemos leído el encomio de Byung-Chul Han al mundo analógico, muchos habrán visto la portada de The New Yorker del 7 de diciembre de 2020 (nuestra protagonista, por cierto, no se llega a cambiar los pantalones de pijama) y, si son temas recurrentes, es precisamente porque tenemos el pálpito –a veces la evidencia– de que algo no funciona bien al respecto.
Los 90 minutos que, según internet, dura la obra, pasaron volando. Quedé sorprendido por el compromiso y el talento de los actores, por la magnífica actuación de Cristina Salvador (amén de su estupenda afinación y su bella tesitura), y por la compenetración tan lograda por todos con el trabajo audiovisual de Roberto del Castar y Arantxa Melero. A veces uno ríe por no llorar, y en esto la música, tan alegórica, fue fundamental para encarrilar el mensaje de la obra de una manera amable, simpática, sin por ello impedir que a veces la cosa se ponga seria y nos recuerde que todos, en medio de ese torrente de neologismos y palabros, participamos en el problemático fenómeno de las redes sociales. En fin, lo que me hizo levantarme para aplaudir fue, sin duda, la certeza del trabajo, el cariño y el mérito que hay detrás de la obra, y la sonrisa de satisfacción de los actores al finalizar el espectáculo (menos mal que llevé gafas).
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