06 Dic Vender el alma al diablo
«Y, cuanto yo andaba más perdido, tanto era más favorecido y alabado.»
—San Agustín
Son muchas las veces que vemos cómo celebridades, sobre todo actores, cantantes, artistas asociados al mundo del espectáculo y a la exposición pública, caen presos en vidas inmundas, caen en la desgracia para terminar, en muchos casos, muriendo en el anonimato o de maneras rocambolescas o extrañas.
Nuestro mundo deifica y mitifica a quienes han protagonizado esas vidas truculentas, les dedica hagiografías mostrando que ése es el precio que hay que pagar por vivir una vida libre, sobrehumana, por encima de las mundanidades de la gente que no pasará a la historia, vidas extraordinarias propias de gente famosa, cuya biografía forma parte de ese prodigio. Esto, que parece exagerado, lo he podido comprobar cuando he escuchado a profesores romantizar la drogadicción de Bill Evans o Chet Baker, cuando he visto a amigos fascinarse con la vida de Phil Spector, cuando leo artículos morbosos sobre la muerte de Jimi Hendrix o de Kurt Cobain, sobre la precoz muerte de Jim Morrison, de Janis Joplin, cuando la prensa husmea como un cerdo en las vidas de los famosos que acumulan un divorcio tras otro. Todas esas vidas de mierda, en vez de inspirar compasión, inspiran jactancia, y se celebran como un peaje que los genios decidieron pagar para consumar su genialidad. A mí, en cambio, pensar en la muerte de Amy Winehouse o de Judy Garland sólo me genera el más profundo asco y odio hacia quienes promovieron por acción o por omisión la caída y el desahucio de esas personas. La vida que no da para un biopic, aun con la genialidad de sus obras, no despierta admiración.
Y hay artistas jóvenes —y no tan jóvenes— incautos que, en queriendo jugar a ser malditos, sueñan con la excentricidad de sus artistas de cabecera. No es difícil encontrar letras de canciones y videoclips donde las drogas, el bebercio, la sordidez o la vida pendenciera se presentan envueltas con un lazo.
Quien tiene esas vidas es un pobre desgraciado, y quien las loa y las sueña es un imbécil y el mayor desagradecido; porque a medida que se cumplen años se descubre que la verdadera proeza, el verdadero éxito, la verdadera rareza, es tener una vida normal.
Mientras escribo pienso en la amiga que me confesaba que acudía al psicólogo para gestionar su cada vez mayor incursión en su prometedora carrera. Confieso que no me concretó los motivos exactos, pero me aventuro a decir que, a cada paso que se desoye a la conciencia, a cada paso que amordazamos al alma para que no proteste frente a las ruedas de molino con que se hace a un artista comulgar (a veces por propia iniciativa), más merecedor es uno de avocarse a los trastornos mentales y espirituales a los que empuja la maquinaria de toda esa purulenta industria. Porque cuando las pirañas, las sanguijuelas y los cerdos ofrecen dádivas a los artistas, el artista, la persona, sabe perfectamente en el fondo de su alma la naturaleza de las dos únicas posibles respuestas; pero llega un momento en que el alma está tan corrompida que es preferible cenar una tortilla de ansiolíticos o pagar una consulta al psicólogo antes que recular y abandonar el camino hacia lo que he convenido en llamar una vida de mierda. ¡Que la sed de fama sofoque los gritos del alma!
Yo grito: ¡que vivan las vidas normales!
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