De villancicos, sillas y tronas

De villancicos, sillas y tronas

No sé dónde estarán las castañuelas que mi madre solía tocar en Navidad, hace años que no las veo. Recuerdo cómo ponía villancicos a todo volumen, y yo, aún tonto a mis ocho o diez años, me ruborizaba viendo su fruición (¡en plena enfermedad!) cuando me invitaba a participar, en mi tímida niñez, como quien te saca a bailar al medio del círculo.
Tampoco terminaba de verle la gracia a los cassettes de niños con voces estridentes cantando La marimorena, ni a los villancicos flamencos que mi tío ponía y sigue poniendo en Navidad. Conforme fui creciendo, noté que las navidades empezaban en noviembre, y los villancicos, en vez de niños chillones, los cantaban crooners o papanoelas exuberantes; en vez de panderetas, sofisticadas producciones, arreglos de big band o de cuerdas; en vez de ritmos de guitarra, swing; la estrella de Oriente se transformó en un trineo y el Niño Jesús dio paso a las historias de amor de cualquier otra época del año. Así ha ocurrido que los villancicos populares españoles tienen en mi imaginación una impronta pueril, algo como caduco con la edad, algo que sólo se escucha cuando hay niños de por medio –hogaño perros o gatos–. En cambio, el repertorio navideño yanqui parece perenne, año tras año en las reposiciones de películas, en los anuncios, en los centros comerciales, en las asépticas fiestas de empresa, only for adults.
Por más que lo resista y me quiera deshacer de esa asociación, soy hijo de mi tiempo, y vaticino que dentro de unos cuantos años sentiré nostalgia escuchando el All I want for Christmas, y para los más jóvenes parecerá casi una tradición decimonónica, que siempre estuvo ahí, como para nosotros El tamborilero. ¿Qué sonará este año en nuestras casas?
Que el tiempo no se detiene es un lugar común. Sólo puedo proponer que las sillas y tronas que este año ocuparán nuevas personas y criaturas sean recibidas con tanta alegría como con pena se lamentan las que este año han quedado vacías.

¡Feliz Navidad!

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