17 Jul Cuidar la vocación
«El goce decepciona, pero la posibilidad no.»
—Søren Kierkegaard.
Leía ayer en un libro de Gregorio Luri donde reflexiona sobre la situación pedagógica de España que un cuarto de los universitarios se matricula en carreras que sólo representan un 3% de las ofertas de empleo: educación, artes, humanidades. Sobre esto tengo reservada otra entrada del blog, pero al tiempo. Más adelante señalaba que un 30% de estudiantes de ingeniería abandona en el primer curso.
Yo soy uno de esos que conforman ese 30%, diría que orgullosamente. En su momento no fueron pocas las voces que me llamaron a la prudencia y me desaconsejaron abandonar la Universidad Politécnica de Madrid, donde empecé a estudiar Ingeniería Industrial, especialmente voces de dentro de la familia. Yo, en cambio, díscolo, testarudo y, como he dado en llamar, meditadamente loco, supe que sólo en aquel momento tendría valor para tomar esa decisión, que en ese momento mi inexperiencia vital sería el trampolín que necesitaba para dar el salto y, cual amante, supe que la Música no me abriría sus puertas si yo no me entregaba a Ella en plenitud. A día de hoy no me ha faltado trabajo, gracias a Dios. En aquellos meses en los que sentí tantas tensiones entre el deber ser y el querer ser viví la música con una especial intensidad. Sacar un rato para grabar o tocar, aunque tuviera que coger un metro y dos autobuses era una experiencia de fruición casi mística, al mismo tiempo que una especie de grito subversivo contra los centinelas de la ortodoxia vital. ¿Qué querían que hiciera cuando lo tenía tan claro?
Sin embargo, Kierkegaard habló de «la pasión de lo posible, ese ojo eternamente joven y eternamente ardiente que ve por todos lados posibilidades», y sentenció que «el goce decepciona, pero la posibilidad no». De otra manera, San Agustín decía al principio de sus Confesiones: «inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». Y a veces no puedo evitar preguntarme si no es sano, en ciertas cosas, poner tierra de por medio entre un deseo y su consumación con tal de mantener viva la llama de esa tensión. Porque, aunque seamos adultos, no dejamos de tener los mismos resortes que tiene el niño que ansía más el juguete cuando está tras el escaparate que cuando está entre sus manos. Siempre dije que no quería aprender a tocar, ni siquiera chapurrear, la cuarta Balada de Chopin, porque temía que aprender a tocarla fuera como desvelarme el truco de magia que hasta ahora no me cansaba de ver una y otra vez.
¿No sería más idóneo —pienso los días malos— mantener el amor por la música, la vocación por la música, en un estado virginal e inmaculado? ¿Qué necesidad habría de ensuciarla y esclavizarla haciendo depender de ella mis ingresos, pidiéndole que no sólo me dé gozo sino, además, pan? ¿Qué necesidad habría de cortar la bella flor para poseerla si así terminará secándose? Igualmente pienso que, si disfruto de los libros, es porque no conozco los entresijos del mundo de las editoriales. Y que, si disfruto leyendo filosofía, es, entre otras cosas, gracias a que no conozco las corruptelas que pueden acontecer en el mundo académico entre bambalinas, nunca mejor dicho.
La música nada tiene que ver con las flaquezas de sus portavoces. Cuando alguien mezquino crea una gran obra de arte, la voz de Dios resplandece desde los recovecos de su artesanía. Pero inevitablemente, a veces la vocación se resiente al ver la idolatría estúpida que profesan algunas personas por ciertos artistas, al haber presenciado disputas por derechos de autor que degradan el honor de los contendientes, haber visto tan de cerca las drogas, al poder predecir y prever la secuencia armónica de tantas canciones, al participar en procesos creativos más parecidos a un trámite burocrático de ayuntamiento que a una manifestación artística, al ver la arbitrariedad del éxito o fracaso de tantos amigos talentosos que he conocido o al emocionarme con una canción que más tarde pienso que quizá haya sido elaborada en una factoría como si de neuromarketing se tratara. ¿Cómo cuidarla y salvaguardarla de todas estas vicisitudes?
A bote pronto, por no extenderme y para dejar paso a la reflexión de quien haya llegado hasta aquí (también pueden comentar abajo), creo que se trata en última instancia de una cuestión de madurez, la misma madurez que permite prosperar al amor conyugal pasado el idilio inicial o permite trascender la curiositas hacia la studiositas, y una cuestión de cobardía; la cobardía que le impediría a uno luchar contra los fantasmas que acechan intentando que vivamos un trabajo y una vida sin pasión.
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