30 Ago ¡Enriqueceos, enriqueceos, enriqueceos!
«El espíritu se desenvuelve con el trato, con la lectura, con los viajes, con la presencia de grandes espectáculos; no tanto por lo que recibe de fuera, como por lo que descubre dentro de sí.»
—Jaime Balmes.
Hace años, en la universidad, tuvimos la oportunidad de asistir a un ensayo en el Auditorio Nacional bajo la batuta de Juanjo Mena. Quiero recordar que se estaba ensayando Turangalila, de Messiaen. Tras el ensayo el director se sentó al borde del escenario a charlar con nosotros y, de entre las muchas cosas que nos aconsejó, fue la de acumular vivencias donde puso más énfasis. «Tenéis que vivir, enamoraros, desenamoraros, ganar, perder… ¡Enriqueceos, enriqueceos, enriqueceos!», repetía encarecidamente, como si el futuro de la música estuviera en juego con nosotros, depositarios o no de vivencias.
Y lo cierto es que uno de los mayores placeres y regalos de la vida es conocer personas así, personas, en pocas palabras, con la que tener una buena conversación. Son quienes, por sabiduría, por vivencias o por lecturas, despiertan furtivamente una admiración que nos invita a mejorar, a enriquecernos, como diría Juanjo Mena, a comernos el mundo en cada una de las infinitas posibilidades que nos ofrece nuestra rutina y nuestra insignificancia. Esa gente que nos hace desear abrevar de cada minuto de compañía, de cada palabra con que nos obsequia.
Sí, hay gente que ha vivido mucho, gente que ha viajado mucho (demasiado), gente que ha leído mucho y presume de biblioteca, pero no todos los que acumulan vivencias son capaces de encender los ojos de quienes los escuchan. Sólo pueden contagiar eso quienes son capaces de aprehender, robar, las dádivas que la vida les –nos– ofrece. Quienes no leen, sino que leen bien; quienes no viven muchas cosas, sino que impregnan con su vida cada acontecimiento; quienes no viajan, sino que exploran con un corazón inquieto. Bach recorrió cuatrocientos kilómetros y se ausentó durante meses para escuchar a Buxtehude; Kant, en cambio, no necesitó salir de Königsberg en toda su vida para sacudir todo el pensamiento filosófico occidental. ¡Cuán diferentes condiciones terrenales pueden afrontar los espíritus audaces!
Si algo hace esa gente que es capaz de hacernos brillar los ojos y arder el alma es impelernos a mirar el mundo como ellos, con las lentes de la curiosidad, de la sorpresa, de la alegría, de la belleza. Lejos de pensar que la belleza está en el ojo del que mira, pienso que la belleza está ahí fuera, en sí, y que somos nosotros quienes debemos descubrirla. Una vez descubierta, es nuestra misión relevar esa epatante antorcha a quienes nos rodean. El bien es difusivo de sí mismo, que dirían los escolásticos.
El mundo necesita personas a la que admirar, portavoces del buen hacer, del buen hablar, del buen pensar. Cada uno necesita, por otra parte, ser cauteloso haciendo estas elecciones. Porque, hasta para admirar, hay que saber; y quien no sabe admirar, idolatra.
Si me paro a pensar, entre la gente así descrita que he conocido ha habido amigos, músicos, empresarios, ingenieros, camareros…, pero, no por casualidad, la mayor parte de las personas que engruesan mi humilde lista (que, dicho sea, tampoco debería ser muy extensa), han sido profesores. Incendiarios de almas, han sido ellos quienes tantas veces me han hecho salir del aula con una sonrisa y con ansia de llegar a casa para ensanchar la rendija del saber que, momentos antes, empezaron a abrir ellos. Por eso se dice profesor: el que profesa.
No hay comentarios